LLUVIA SOBRE MOJADO



"Una ambulancia se paró ante el mismo portal de entrada de la mansión de los actuales marqueses de Peñaurdales. La señora marquesa había sufrido un desafortunado accidente, o eso parecía; había caído al vacío desde un tercer piso. Se la llevaron en una camilla, bajo la atenta y gélida mirada de su madre: la señora viuda del marqués de Cuscó, y de su marido: Don Marcos, el señor marqués de Peñaurdales. La madre de la señora marquesa, mujer devota y ferviente seguidora del Opus, al conocer la noticia por boca de su yerno, corrió enseguida para darle apoyo. Mientras, su hija, sola en el interior de la ambulancia y debatiéndose entre la vida y la muerte, era trasladada a un hospital privado. Privado y discreto. Detrás de la ambulancia, a una considerable distancia, el Mercedes, conducido por el chófer de Don Marcos, que iba sentado detrás, junto a la señora viuda del marqués de Cuscó, ambos en el más absoluto de los silencios. Quien entendiera de ello, a buen seguro que habría hecho una clara lectura de aquel cargante silencio, a través de la crispada expresión de sus rostros y el gesto iracundo de sus miradas.


La señora marquesa estaba inconsciente tendida sobre la camilla del quirófano, cuando de golpe, empujada por una fuerza extraña y potente; una fuerza que no era de este mundo, se sintió transportada a gran velocidad hacia un pequeño punto blanco y luminoso. Como una especie de estrella, dentro de un universo lleno de oscuridad. Abajo, podía ver su cuerpo inerte encima de la mesa de operaciones de aquel frío quirófano, mientras un grupo de hombres uniformados y vestidos de color verde de la cabeza a los pies, intentaban reanimarlo. Ella, sola y muy asustada, allí arriba en medio de aquella gran oscuridad. Y su cuerpo allá abajo. 


  ¿Qué hará ahora sin su cuerpo…? ¿Qué ara con su soledad…? 


  Desconocía qué hacía ella en la oscuridad de allí arriba, sin embargo podía darse cuenta de todo lo que pasaba allá abajo. Se podía contemplar, insólitamente, a ella misma: un cuerpo roto, la cara desencajada y el color de la piel de un pálido amortecido. Y aquellos hombres vestidos de verde pulsando y pulsando cada vez con más fuerza su torso de mujer rota… Y ella, allí arriba, llena de miedo y de lástima por todo lo que veía allá abajo y por el enorme vacío de su alma. No entendía nada. Únicamente percibía sensaciones y poca cosa más. Sensaciones que, al no comprender, la inquietaban más, si cabe.


  Finalmente, se despertó en una habitación abarrotada de flores. Habían pasado dos días, según le dijo la enfermera que estaba junto a su cama. Una chica joven que se la miraba con una sonrisa inexpresiva, casi forzada, al tiempo que le tomaba las pulsaciones. La señora marquesa quería hablar pero no le salían las palabras: estaba igual como si el día anterior hubiera ido de copas y se despertara con una espesa resaca. O esto es lo que ella imaginaba que podía ser una resaca. Por más que se esforzaba no conseguía sacar de su boca unas pequeñas palabras, o incluso motes sueltos; cuando lo hacía eran completamente ininteligibles. Desorientada y perdida, intentaba esconderse de los pensamientos que sabe que de un momento a otro empezarán a azotarle la mente, entreteniendo su atención centrando la mirada en las paredes de color azul celestial de la habitación. Una habitación sencilla, muy diferente a la suya, y a la de los hoteles donde ella y Don Marcos acostumbraban a hospedarse. En un rincón había una mesita cubierta de flores. Únicamente flores blancas: lirios, claveles, orquídeas… Parecía talmente una ornamentación preparada por una funeraria. Si no fuera porque le dolía todo el cuerpo habría pensado que estaba allí de cuerpo presente, a punto de empezar la ceremonia de su funeral. Siempre había creído que una vez muerto, y se pasaba a ser cadáver,  el cuerpo dejaba de sufrir. Le hacía cavilar pero, aquella terrible oscuridad que ahora recordaba vagamente. Un recuerdo por otro lado un tanto inquietante. Por más que se esfuerce, no puede memorizar si aparte de miedo y soledad, había percibido algún tipo de dolor. No, no lo puede recordar. Las flores, muy bien alineadas, seguían desde el suelo cubriendo todos los bajos de las cuatro paredes de aquella gélida habitación, ahora totalmente impregnada de perfume de cementerio de día de Todos los Santos. Aquella chica, vestida de azul aséptico, una vez comprobado sus pulsaciones, le puso el termómetro y se fue, para volver al cabo de media hora. Pasado un par de horas más entró su madre, la señora viuda del marqués de Cuscó. Se mantuvo en el más absoluto de los silencios; se limitó a coger la mano de su hija;  su cara, severa y llena de dureza, lo decía todo. Ahora la señora marquesa ya no se molestaba en realizar esfuerzo alguno para intentar expresarse verbalmente. ¿Total para qué…? Estuvieron así los diez minutos que ocupó la visita. La de su marido, Don Marcos, fue más escueta todavía: cinco silenciosos minutos, y ni un solo gesto de ternura. Ella, seguía sin esforzarse en pronunciar palabra. La familia la visitaba por turnos de unos cinco o diez minutos, para no cansarla, decían ellos. Todos los días, y siempre a la misma hora, entraba un cura del Opus, amigo de la familia. Empleando un tono paternalista, intentaba convencerla para escucharla en confesión y poder administrarle la comunión. A  lo que ella sistemáticamente se negaba. “No necesito nada, gracias; ahora estoy bien y en paz.” Todo era igual, nada había cambiado. ¿Y por qué tenían que cambiar los demás si el problema lo tenía ella…? Allí, postrada en su cama, inmóvil, sin poder hacer más, tuvo mucho tiempo para reflexionar."

Fragmento de la novela: LLUVIA SOBRE MOJADO, que se puede encontrar, de momento, solo en la web de Amazon.

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